"Cuando era pequeño, tomó una
costumbre un tanto curiosa. Todo porque un día, al salir de casa
para ir al colegio, pasó junto al olivo del jardín de su casa, y se
le quedó mirando fijamente. Subió hasta la rama más baja, a
aproximadamente un metro y medio del suelo. Miró al suelo, respiró
hondo, y saltó.
No pasó nada. Cayó en cuclillas al
suelo. Y después, simplemente, se levantó, se sacudió las manos de
tierra, y echó a andar hacia el colegio.
Desde entonces, todos los días, antes
de cruzar la valla del jardín, se subía a esa rama del olivo,
respiraba hondo, y saltaba. Jamás lo olvidaba, y se convirtió en
rutina para él.
Un día, su madre miraba por la ventana
cómo su hijo se encaminaba al colegio. Y vio entonces el extraño
ritual del pequeño. Cuando vio al niño caer, en seguida se asustó,
pero observó que su hijo se levantaba, se sacudía, y se marchaba.
Sin lágrimas, sin gritos, sin un solo rasguño.
Ese mismo día, más tarde, la mamá
habló con el pequeño. Le interrogó acerca del salto, y de por qué hacía
eso.
-Intentaba volar, mamá -fue la
respuesta-. Si no lo intento, jamás lo conseguiré.
La madre se quedó sin palabras.
Preocupada, decidió llevar a su hijo a un buen psicólogo, por si
quizá el niño sufriera de algún tipo de trastorno de percepción
de la realidad.
Siguió saltando cada día desde la
rama del olivo, a pesar de los monótonos consejos del doctor, que le
decía que jamás podría volar, pues el ser humano carecía de esa
capacidad. Así, su mamá se dio cuenta de la inutilidad de las
consultas, y decidió dejar que el niño siguiera con su fantasía
infantil, que al fin y al cabo, resultaba un tanto tierna.
Creció. Se convirtió en un
muchacho fuerte, y valiente. Y jamás dejó de subirse al olivo cada
mañana al salir de casa. Y su mamá lo miraba, curiosa, y un tanto
orgullosa de que el chico tuviese sus propios ideales y olvidar las
voces que le instaban a lo contrario.
El tiempo volaba, y antes de darse
cuenta, pasó a ser todo un hombre. Era inteligente, sabio, y muy
bravo. No tenía ningún temor, y trabajaba duro cada día. Era el
hijo del que toda madre se habría sentido orgullosa. Y aun con sus
casi 30 años de edad, seguía con la costumbre del salto. Ya era
conocido en el barrio por eso. Y le daba igual, lo que opinaran de
él. Seguía esperanzado con que algún día sería capaz de
volar.
Y así, el tiempo pasó imparable.
Conoció a la mujer de sus sueños, se casó, y formó una familia.
Vio a sus hijos crecer, como su madre, muy orgullosamente. Algún
tiempo después, tuvo que despedirse de ella. “Te quiero. Sigue
así. Sigue adelante”, fueron las palabras de despedida de ésta.
Ya miraba la vida desde detrás de
las arrugas de su rostro. Los años no pasan en balde, y lo
notaba. Y aun con 40, 60 o 70 años a la espalda, se negaba a
abandonar su árbol favorito. Y un día, entre las lágrimas de sus
seres queridos, abandonó este mundo, como ya le correspondía.
Su familia jamás olvidó sus últimas
palabras.
“Algún día podré
volar”
No le importaron las críticas, las
opiniones ni los comentarios de los demás. Le dio igual que para
algunos solo fuera “el chalado del olivo”. Decidió luchar por su
sueño desde la infancia. Y murió, como todos lo hºaremos algún
día, pero él murió feliz, sabiendo, que algún día, volaría..."
Leo.
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