Todos hemos tenido ciertos momentos en los que sentimos la necesidad de acompañar de música ciertas situaciones.
Soy de los que renuncian a enfrentarse a los problemas y prefieren encerrarse en su habitación y refugiarse bajo una pieza de violín que me recuerde que las cosas no son tan fáciles como cuando eras un inocente crío a la espera de crecer y descubrir la verdadera tortura de vivir.
Bueno, tortura no es la mejor forma de llamar a la vida. Me hace parecer débil y quizá derrotado. Y a mí, AÚN NO ME HAN DERROTADO. Aunque he de reconocer que no les debe de quedar mucho para lograrlo.
Intento demostrarme a mí mismo que puedo con lo que me echen, intento aunar fuerzas y enfrentarme a los desafíos que, por ejemplo mi familia, me aportan. Pero tengo demasiado miedo para creerme invencible. No soy invencible. Soy débil, y la vida no está hecha para los débiles. Ya he mencionado esto en anteriores entradas de mi blog. Pero no deja de ser verdad, y cada vez es más lógico.
Lo peor de estar pasándolo mal no es la constante decepción que algunos sufren sobre sí mismos, sino la lentitud de los peores momentos. Se dice que el tiempo vuela cuando lo estás pasando bien. Es cierto. Y se dice también que cuando lo pasas mal el tiempo pasa más lento.
Yo me pregunto en qué momento hice algo tan terrible como para que mi castigo sea la ralentización de cada instante que paso en este mundo tan loco. Soy tan pequeño y el mundo tan grande... Y hace tanto frío... A veces me cuestiono si vale la pena seguir adelante o tirarse al vacío y esperar a que la oportuna gravedad ejerza su fuerza y acabe con todo para siempre.
Supongo que sólo un violín podría entender esto que siento. Y seguramente lo expresaría mejor.
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